Me parece una formidable síntesis del pensamiento del independentismo catalán. La Tercera de hoy en ABC de José María Carrascal. Quiero compartirlo, pero quizá porque ABC se encripta en kioskoymas, no logro copiar el enlace, así que ahí va la copia previo paso por el formato word.
Saludos.
Ángel Zurita Hinojal
ABC. 22/11/12-J
JOSÉ MARÍA CARRASCAL
¿VUELTA A 1640?
«La intrahistoria muestra que Cataluña está mucho más ligada a España de lo que dicen sus nacionalistas, habiendo más cosas comunes que diferentes»
CONVENDRÍA abrir una nueva rama de la Historia: la psicológica. Desde Marx, todo ha sido materialismo histórico. Pero ¿qué hay de los motivos íntimos, de las razones sentimentales que mueven a individuos y países? Necesitamos bucear en esos anhelos y frustraciones para explicar hechos a primera vista inexplicables. Por ejemplo, por qué Cataluña no ha devenido en Estadonación.
Para ello, lo primero es dilucidar qué es Cataluña. Si preguntamos a un nacionalista catalán, nos dirá que es una nación desde su nacimiento, en los albores de la Edad Media (aunque algunos la remontan a la Prehistoria), con todos los atributos –lengua, idiosincrasia, elementos diferenciales– para convertirse en Estado. La cosa, sin embargo, no es tan simple. Por lo pronto, Cataluña no pasa por esa etapa pre-estatal del Medievo que es el reino, al estar integrada en el de Aragón. ¿Qué era, entonces, Cataluña? Espero que los catalanes no contradigan a su principal historiador, Vicens Vives, que la clasificaba como «marca»: un corredor entre España y Francia, con un pie en cada una de ellas, hasta que la unión de Aragón con Castilla la hace decantarse hacia su mitad sur, que ya venía siendo la preponderante, al haber ceñido alguno de sus condes la corona aragonesa.
La situación se mantiene durante el siglo XVI y empieza a resquebrajarse con las cargas que las guerras de religión imponen al Estado español, y dan lugar al levantamiento de Portugal y Cataluña en 1640. Pero mientras que la primera se independiza, la segunda no. ¿Por qué? Por dos razones fundamentales: porque Portugal ya había sido reino por sí mismo, mientras que Cataluña no. Y porque al líder del alzamiento catalán, Pau Claris, no se le ocurrió otra cosa que buscar la protección francesa, concediendo a Luis XIII el título de Conde de Barcelona. Que era tanto como saltar de la sartén al fuego. A los pocos años, los catalanes estaban tan hartos de los franceses que aceptaron la amnistía ofrecida por Felipe IV. Eso sí, perdían el Rosellón y parte de la Cerdaña, quedando cercenados. Pudo ser peor: de haber triunfado el alzamiento, la Cataluña española sería hoy como la francesa: un département meridional del Estado más centralista de Europa. Posiblemente, allí se frustró un Estado-nación catalán dentro del nuevo mapa europeo que se diseña en el Tratado de Westfalia. Aunque eso es hacer historiografía en el pasado, o sea, pura especulación. Lo evidente es que, a partir de entonces, empieza en la Cataluña española la nostalgia de un Estado propio, que llega a nuestros días. Los historiadores los llaman «Estados fallidos».
El siguiente desencuentro no fue, como quieren presentarnos, un conflicto entre Cataluña y España, sino una guerra civil entre españoles para decidir entre dos candidatos al trono, tras morir sin descendencia Carlos II: un nieto de Luis XIV y un hijo del emperador austriaco. Castilla y otras regiones apoyaron al Borbón. Cataluña, entre otras, al archiduque austriaco. Se impuso Felipe V más por la coyuntura internacional que por otra cosa, uniformando el país según el modelo francés y eliminando las competencias locales en lo que había sido Reino de Aragón. De hecho, la Diada del 11 de septiembre conmemora luctuosamente el día en que las tropas borbónicas tomaron el último fortín barcelonés: la Ciudadela. Pero tampoco eso es tan simple. Con el derribo de las aduanas interiores españolas y la apertura de las rutas americanas, Cataluña inicia su desarrollo industrial, especialmente el textil, y comercial en mercados que antes no tenía. Su velocidad de crecimiento es muy superior a la del de Castilla, y si queremos una muestra de la integración interna que se produce a lo largo del siglo XVIII la tendremos a comienzos del siguiente, durante la Guerra de la Independencia, en la que los catalanes lucharon contra los franceses como el primero.
Pero –siempre hay un pero en la historia– el desarrollo catalán crea una burguesía, y toda burguesía pide su «revolución burguesa», que desembocará en la Primera República –dos de cuyos cuatro presidentes eran catalanes– y en el intento de Prim, un general catalán, de traer un rey de otra dinastía, la de Saboya. El problema era que en el resto de España no había burguesía, por lo que el intento de «catalanizar» España fracasa. La burguesía catalana elige su propia revolución nacionalista, la Renaixença, y los caminos empiezan a separarse. No solo entre Cataluña y España, sino entre las dos Españas, lo que lleva a la Guerra Civil y a la paz impuesta del franquismo. Ocurriendo otro de esos fenómenos que hicieron decir a Hegel que un geniecillo irónico mueve los hilos de la historia. Franco convirtió Cataluña en la locomotora del desarrollo español, poniendo al frente del mismo a un catalán, López Rodó. No solo en Cataluña se abren la primera gran fábrica de automóviles y la primera autopista, sino que a ella acuden españoles de todas las regiones en busca de puestos de trabajo que no tienen en su tierra. Cuando Franco muere, la diferencia entre Cataluña y el resto de España es abismal, sin haberse resuelto el problema. Lo que sigue es de sobra conocido. La Transición quiso solucionar el rompecabezas territorial español con el Estado de las Autonomías, concediendo el título de históricas a Galicia, País Vasco y Cataluña, y a estas horas no sabemos si lo solucionó o lo estropeó del todo. De lo que no hay duda es de que los catalanes no se sienten cómodos en él. Incluso desean separarse. Convendría que meditasen sobre su verdadera historia, que muestra una ligazón con España mucho más larga y profunda que la que les cuentan los líderes nacionalistas. Es más, en su relato de estos muestran la Unión Europea como la tierra de promisión, como Pau Claris mostraba a Francia. Solo el delirio nacionalista puede crear tal espejismo: la Unión Europea no está por desmembrar Estados miembros. Todo lo contrario, está por unirlos cada vez más. Lo que menos desea hoy Bruselas es dar alas a los nacionalismos, que tantas desgracias han traído a Europa. Y Cataluña puede encontrarse con una desilusión mayor que la de hace tres siglos y medio.
Pero lo más chocante de todo, hasta el punto de lindar en lo grotesco, es que los catalanes, tenidos por los más sensatos, imaginativos, internacionales, prácticos, prudentes entre nosotros, se han convertido en los más exaltados, los más ultranacionalistas, los más vehementes, los más temerarios. Demostrando con ello ser tan españoles como cualquier otra de sus variedades. Y es que, habiendo tantas cosas que nos diferencian, hay más que nos unen.